
Ana y Luis Rangel no han podido dormir tranquilos desde que se marcharon de Venezuela dejaron a sus hijos a cargo de sus abuelos, mientras se establecen en Ciudad de México.
En diciembre de 2017 Luis fue el primero en partir para reunirse con su hermano, quien ya tenía cinco años residenciado en Guadalajara. «Mi hermano que trabaja como obrero en una constructora me dijo: En Venezuela tener una calidad de vida medianamente aceptable, es una utopía, Con tu sueldo de profesor universitario no te alcanza par cubrir la manutención de tus chamos, vente y aquí te ayudo».
Luis vendió su camioneta y reunió solo para el pasaje y previamente su hermano había contactado a un abogado migratorio que lo ayudó a entrar al país con sus documentos legales, sin pasar por las penurias del que llega sin papeles y un dólar para sobrevivir. Para evitar molestias, Luis alquiló una modesta habitación, donde solo había lugar para una mesita de noche.
Entró a trabajar en el sector construcción con su hermano. A los seis meses pudo reunir una cantidad suficiente para rentar una pequeña casa de dos habitaciones. Llamó a su esposa que seguía en Venezuela para que se viniera con él y entre los dos reunir más dinero para traerse a sus dos pequeños y juntar de nuevo a toda la familia.
Ambos se reencontraron en tierras aztecas. Al llegar ella comenzó su trámite como refugiada con Comar y a los pocos meses, le entregaron su carnet de residente permanente, sin hacer mucha cola, ni tanto papeleo y espera. Con documento en mano podía buscar trabajo formal. Intentó buscar en su área. Ella es administradora de empresas. Pero no la llamaron ni para ocuparse como asistente administrativo. Tras acumular varias negativas, decidió incursionar en lo que sea y consiguió como mesera en un restaurante.
El sueldo era mínimo. Se evaporaba un con mercado modesto y lo que percibía de propina, debía compartirlo con sus compañeros. No era mucho lo que aportaba. «Teníamos planes de traernos a mis hijos en abril de 2020, pero por ahora ese proyecto tendrá que postergarse de forma indefinida, no solo por la acelerada propagación del coronavirus, sino porque me botaron y a mi esposo le redujeron el sueldo a la mitad. Solo tenemos lo justo para pagar la renta de la casa, comer y enviar unos cuantos pesos a Venezuela para que mis niños no se acuesten con el estómago vacío», cuenta Ana.
El desempleo y no tener la certeza de cuándo podrá reunirse con sus hijos de nuevo mantiene desvelados a Luis y Ana. Es inevitable que se les quiebre la voz cuando hablan todas las noches con los pequeños, no saben qué responderles cuando Abel, el menor de 7 años, les pregunta en medio del llanto: cuándo nos vas a venir a buscar, quiero verte mami», dice la mujer.
Ella les dice que pronto. No hay posibles fechas en el calendario porque no hay dinero. Los abuelos maternos asumieron la custodia temporal de los pequeños. No ha sido una tarea fácil. Ellos superaron la barra de los 70 años. No tienen la paciencia, ni la energía para lidiar con los pequeños, para resolver sus tareas, ni dinero para complacer sus caprichos o consentirlos como lo hacían antes. Con lo poco que le dan Ana y Luis costean algunas cosas, pero si los muchachos se llegan a enfermar no pueden llevarlos a clínicas privadas. Solo a los dispensarios de la parroquia y eso si los consiguen operativos.
«Mis papás están cansados. Ya ellos criaron y ahora que deberían pasar su vejez tranquila, sin preocupaciones y obligaciones, asumieron esta responsabilidad. Les prometí que sería por un lapso determinado. El plazo se venció y en estas condiciones es imposible traer a los muchachos a México. Cada pasaje supera los 15 mil pesos. Espero que la situación mejore porque es un sufrimiento constante, que se convierte en una carga muy pesada, es un duelo no despertarlos para llevarlos al colegio todas las mañanas, orientarlos en sus tareas, pasearlos. Es una muerte lenta no poder abrazarlos en sus cumpleaños, es una agonía prolongada», refiere la mujer.
La situación que vive la familia Rangel es el denominador común de las estirpes venezolanas. En su mayoría están rotas, desmembradas por la migración forzada que también han dejado en orfandad a cientos de pequeños. Según datos de Cecodap, 1 de cada 5 migrantes deja un niño en Venezuela. Cifras que maneja la institución revelan que en 2018 cerca de 849 mil niños estaban afectados por la migración de sus padres y en 2019 aumentó 930 mil menores que quedaron bajo la custodia de terceros.
Trastornos emocionales en el seno familiar
El informe numérico presentado por la institución también indica que 96% de los padres que dejaron a sus hijos en Venezuela mantienen comunicación con ellos vía Whatsapp y un porcentaje mínimo lo hacen por llamadas telefónicas. La frecuencia del contacto se ha visto mermada con el paso del tiempo por las deficiencias en el sistema de telecomunicaciones que se registra en Venezuela.
Las consecuencias económicas generadas por el coronavirus, a juicio de Saraiba, ensombrece aún más el panorama. Muchos padres que enviaban dinero para la manutención de los pequeños se ven obligados a reducir significativamente las cantidades de ayuda porque les redujeron sus sueldos o quedaron desempleados.
Ese es el caso de Luis Parra, quien trabajaba en una zapatería en el centro de la Ciudad de México. El local no soportó el cierre obligado por la pandemia. Se fue a la quiebra y con su liquidación solo pudo enviar 2.300 pesos a Venezuela. La cantidad se traduce a 100 dólares que tampoco sirven de mucho por la inflación indetenible que pulverizó el bolívar y está causando estragos con el dólar.
«No sé cuándo pueda enviar dinero de nuevo. He recibido ayuda económica para mantenerme aquí, pero no consigo trabajo y eso me tiene angustiado. Mi esposa se quedó con mi hijo allá y yo los mantenía, pero ahora esto me desestabilizó. Con qué voy el pan que se llevan a la boca y los gastos de la casa. La situación es desesperante, es como si te cubrieran la cara con una bolsa plástica; y lo más tristes es que no hay esperanzas de que se resuelva pronto», expresa Luis.